En la escuela primaria, nos enseñan con bastante fascinación el ciclo del agua: se evapora de mares y lagos para formar nubes, cae como lluvia, fluye hacia el mar en arroyos, ríos y napas subterráneas, para volver al punto de partida.
Pues bien, parece que en realidad este ciclo cerrado hasta ahora conocido es sólo una parte en un proceso infinitamente mayor y poderoso: se sospecha que entre los 400 y los 700 kilómetros de profundidad, en el denominado manto terrestre, hay agua... y mucha, como para llenar diez veces los océanos actuales.
Esa agua no forma mares subterráneos. Se encuentra atrapada dentro de la estructura química de rocas extrañas, como la wadsleyita, piedras que sólo se forman bajo condiciones brutales de temperatura y de presión.Los geólogos y planetólogos empiezan a intuir que el agua de abajo mantiene un ciclo equilibrado con la que vemos en la superficie.
Por ejemplo, sale a la luz gracias a ciertas formas de actividad volcánica, como la que dio origen a los archipiélagos de las islas Hawaii. Con el paso del tiempo, el agua -encapsulada químicamente en rocas duras- retorna lentamente a las profundidades, hundiéndose junto a alguna placa tectónica en movimiento.
La Tierra es un planeta bien organizado. Del amasijo de rocas al rojo vivo que era el planeta hace varios miles de millones de años, se fueron diferenciando distintas capas de rocas por la acción de la gravedad. Algo parecido a lo que ocurre con un chorro de tinta que se echa en un vaso de agua: con el paso de los días, la tinta -que es más pesada- comienza a acumularse en el fondo.
Así, el núcleo terrestre terminó acumulando los materiales más pesados. Es una masa de hierro y níquel cuya temperatura supera los seis mil grados. Tal como un carozo duro y denso puede estar envuelto en la carne fofa de una fruta, el núcleo terrestre está encapsulado por el manto, compuesto por dos capas sucesivas de roca densa de silicio y magnesio, que la presión y la temperatura vuelven fluida como la plastilina.
La plasticidad de las rocas del manto les permite moverse como si fueran verduras en una enorme y densa sopa. Y esos lentos, constantes e irresistibles movimientos del manto externo agitan de aquí para allá la corteza terrestre, que flota como puede sobre el tumulto. El efecto de tanta movida es un constante -aunque lento- reordenamiento de la geografía: los continentes chocan, se rompen, se separan, y los mares y océanos cambian constantemente de lugar.
En este cuadro conocido desde hace tres décadas, ahora está apareciendo una doble novedad: la primera, es la existencia de inmensas reservas de agua en el manto, ubicadas en gigantescos depósitos de wadsleyita y rocas similares, a profundidades que van de los 400 a 700 kilómetros, según donde se mida. Aparentemente, la wadsleyita puede almacenar entre el 1 y el 4 por ciento de su peso en agua, incluso a temperaturas de 1.000 grados. Según se mida, eso da para llenar de 10 a 30 veces los océanos de la superficie.
La segunda gran noticia es la certeza de que esta enorme cantidad de agua, hasta ahora secreta, es fundamental para el funcionamiento de esa verdadera máquina biológica que es al fin y al cabo el planeta Tierra. El puntapié inicial de este descubrimiento lo dieron los geólogos expertos en petróleo.
A finales de los años ochenta, Joseph Smyth, de la Universidad de Colorado, descubrió que la wadsleyita, hasta entonces considerada una piedra seca, funcionaba como una esponja. Y Alan Major, de la Universidad de Canberra, también descubrió rocas profundas también capaces de contener agua.
De pronto, Mark Richards, geólogo teórico de la Universidad de California, sumó dos más dos y salió con una nueva y original explicación sobre los fenómenos volcánicos más profundos. Esos son las plumas del manto, burbujas gigantes de roca líquida que emergen desde 600 o 700 kilómetros de profundidad y crean cadenas de islas en el mar, o que repavimentan súbitamente de lava miles de kilómetros de tierra continental.
Para Richards, esas burbujas flotan respecto del manto no porque sean más calientes sino porque tienen más agua, lo que las vuelve más livianas.
Movimientos profundos
La idea del agua en el manto le puso la pelota en el área chica a otros dos teóricos, Chris Hawkesworth de la Universidad Abierta de Milton Keynes y Kerry Gallagher, de la Universidad de Londres. Ambos se anotaron un gol al proponer un mecanismo similar para un fenómeno hasta hoy inexplicado: los terremotos profundos, que suceden a 600 kilómetros de profundidad.
Cuando el exceso de presión exprime el agua de las rocas hidratadas, ésta se acumula en reservas que facilitan el deslizamiento de las rocas sometidas a tensión. Resultado, un terremoto.
Si el ciclo de renovación entre el agua profunda y la superficial se rompiera, nuestro planeta podría ser un desierto frío al estilo de Marte, o un horno húmedo a 500 grados de temperatura, al estilo de Venus (donde el exceso de agua en la atmósfera local atrapa demasiado calor solar).
Esto subraya la idea de que la vida pudo haber brotado en cualquiera de estos tres planetas interiores del sistema solar. Si lo hizo y se mantiene en el nuestro, es por una suma increíble de casualidades.
Fuente: H2Onew.com
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